Elegido por sus pares como el mejor del 2010, hace diez años está a cargo de una editorial que estaba cerrada desde 1976
Son las 6 de la tarde y el guitarrista Luis Borda, que está medio pela’o, le acaba de dejar a Elvio Vitali los equipos de sonido que le vendió por chaucha y chimangos. Le suelta los fierros ahí, que quedan como dóberman estáticos en la puerta de su boliche bohème&bourgeois de avenida Corrientes. Ese lugar, la librería Gandhi, es un remanso belicoso al champán menemista. Allí barruntan bronca e ideas fulgurantes, David Boris Viñas y otros íconos de la resistencia cultural de la época.
Faltan dos horas para que Luisito Cardei venga a rufianear sus tangos de arrabal y Elvio, amigo del papel más que de la acústica, contempla los bodoques negros como a extraterrestres. Carlos Díaz, pichón de librero, estudiante de Socio en la UBA, con 22 años, empleado, salta y le dice al jefe: “Dejá, yo los conecto”. Esa tarde, el pibe le había recomendado a Casullo un nuevo libro editado por la Siglo Veintiuno de México, país donde él mismo había padecido el exilio pasivo, y de donde conocía al intelectual.
Carlitos tenía 2 años en 1976, cuando sus padres se tomaron el buque para zafar de la desaparición forzada. Esa noche del ’96 –en que cantará “el Canario” Cardei–, Carlos Díaz se convertirá también en sonidista. Como el chief era cabulero, le rogará que repita, que siga haciendo el sonido, y entonces deberá hacerlo a 200 mangos la noche, una fortuna, todos los jueves hasta más o menos el Mundial de Francia.
“Con Elvio me formé mucho”, dice Carlos Díaz, flamante Mejor Editor del Año, nombrado en la última Feria del Libro por sus pares de la Cámara Argentina de Papelerías, Librerías y Afines. “Lo que descubrí en la librería es que antes no conocía cómo lidiar con el mundo real. Venía de una familia de izquierda, de padres historiadores, mi viejo editor. Recuerdo que una vez agarraron a un tipo afanando y un grandote lo llevó a un costado y le metió dos piñas. Y me metí, lo paré, pero sigo sin saber cómo se resuelve esa situación.”
En el ’84 había regresado al país con su familia. Hablaba con el tú, hasta que en quinto grado le pareció ridículo decir “báncame al kiosco”.
Siglo Veintiuno Editores había existido en Argentina entre 1971 y 1976, producto de la fusión entre la Casa Argentina de la empresa mexicana –que había abierto en 1967 como distribuidora– y el grupo Signos, de los historiadores Carlos Garavaglia y Enrique Tandeter. El padre de Díaz, Alberto, había sido el timonel de la editorial hasta que tuvieron que dejar el país.
Cuando en 1999, el mexicano Jaime Labastida bajó desde el DF, pidió a Elvio Vitali –amigo del exiliado mexicano– que le tirara un nombre. Siglo Veintiuno pretendía reabrir en la otra punta de Latinoamérica y Díaz, que había trabajado en la Gandhi desde los 16 hasta los 25, era número puesto. Ese año se había ido a estudiar a Italia, tenía ansias academicistas, poder declamar la palabra hábitus con glam, pero al año siguiente ya estaba a cargo del stand de la editorial en la Feria del Libro de Buenos Aires.
Desde entonces no paró: un día después de la renuncia de Chacho Álvarez, con U$S 78 mil para el alquiler, los muebles, los sueldos para dos personas más, la personería jurídica e infinitos otros gastos, Carlos Díaz selló su destino como capitán de un barquito de papel.
“Seguro que siempre voy a ser un hombre del libro, que voy a morir en este gremio”, afirma Díaz hoy, a los 36 años, impasible, muy lejos de las “vidas líquidas” de Baumann. Vestido a la italiana, cremita in toto, Díaz recibe al reportero y al fotógrafo de Miradas al Sur en su oficina de Palermo. Es el heredero de una tradición que fundara en 1966 el químico platense Arnaldo Orfila Reynal en el DF mexicano.
Al año de reabrir en Argentina, con los libros de Lacan, Foucault, Barthes, Freire y Bajtin en los barcos, Carlos Díaz importaba toda la obra históricamente heredada. “Traíamos libros desde México y los vendíamos a un precio argentino de mercado. En vez de tener que lidiar con el monopolio de la papelera (Celulosa Argentina), las imprentas, los correctores, los diagramadores y los tapistas, le tenía que pagar al despachante de aduana y ya había cumplido mi cometido. La sustitución de importaciones post-2001, paradójicamente, dinamizó mucho la editorial.”
Nada falto de reflejos, en los tumultuosos días de diciembre Díaz llamó a Beatriz Sarlo, que le dio una caja llena de artículos aparecidos en Página/12, Página/30, Punto de Vista y hasta alguno de la revista del Teatro Colón. El editor metió mano y restó tiempo de las vacaciones y nació el primer libro de cuna rioplatense: Tiempo Presente. Luego vinieron Pasado y Presente, de Hugo Vezzetti, y Los Tres Peronismos, de Ricardo Sidicaro. Para el cuarto, escribió al dueño de los derechos de la obra de Pierre Bourdieu. ¿Cómo lo disuadió? “A veces, basta con animarse. Le dije que Siglo Veintiuno era la primera editorial que lo había publicado en español. Y accedió.” Así, Díaz logró que Los Herederos fuera traducida por Marcos Mayer.
Los chicatos acusaron durante un tiempo a Díaz de “hijo de”. Sin embargo, en una década y por sí solo, Carlos hizo de la nueva Siglo Veintiuno una editorial de referencia para los intelectuales críticos, un buque insignia pretendido por académicos de izquierda deseosos de publicar.
En los últimos años, Siglo publicó alrededor de 45 títulos, entre los que se destacaron los libros de divulgación científica de la colección Ciencia que Ladra, dirigida por Diego Golombek. Toda una novedad, por su abordaje y su precio, ahí apareció a fines de 2005 Matemática, ¿estás ahí?, de Adrián Paenza, que al año siguiente se convirtió en el libro de no ficción más vendido. La idea surgió de Golombek, que tentó a su colega a que repusiera los problemas que solía proponer semana a semana en su programa televisivo Científicos, industria nacional, por escrito.
Cuando nació, Siglo Veintiuno dependía de sólo tres personas. Hoy son veinte empleados. “Somos una empresa que creció y se desarrolló con el proceso kirchnerista, que ha favorecido a todas las editoriales, hay que decirlo. En los ’90 hubo una gran concentración. En ese momento, era difícil llegar a los 20 mil títulos. Hoy estamos llegando a los 25 mil, aunque eso no signifique mayor cantidad de volúmenes. También pudimos exportar. En los ’90, podías hacerlo a España a un precio sideral, pero a Bolivia no podías mandar ni un solo libro.”
–También han publicado autores jóvenes. ¿Cómo sabe si va a funcionar un escritor nuevo?
–Para mí, la personalidad es importantísima. Sentir que el autor es de por sí un personaje interesante. El último tipo con el que me he entusiasmado mucho fue el antropólogo Alejandro Grimson, de quien publicamos este año Los Límites de la Cultura. Es un tipo muy jugado. Ni el reventado que necesita provocar todo el tiempo, ni el “chico bien” que está encerrado en su micro-tema. Me interesan esos autores: los que se arriesgan aunque no dominen el tema a la perfección.
–¿Qué le parece que lo hace un editor digno, merecedor de un premio?
–Que en estos diez años logramos construir una historia propia que honró la buena historia de Siglo Veintiuno. Que la editorial recuperó en la Argentina y en América latina lo que nos corresponde, un lugar que había perdido. Sé que armamos colecciones que están dejando una huella, que nos volvimos referentes en dos o tres temas. Haber pensado en eso cuando comenzamos ya era una cosa muy ambiciosa, pero pasa que lo logramos y yo mismo estoy sorprendido. Tal vez por eso los colegas nos reconocieron. Porque vieron eso: que Siglo Veintiuno volvió a existir. Y no solamente con Lacan, o Foucault, sino con historia propia.
Por Exequiel Siddig
Fuente: "Miradas al sur"
Más información: http://sur.elargentino.com/
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15 de noviembre de 2024